"¿BUENA SUERTE? ¿MALA SUERTE ¡QUIÉN
SABE!"
Una historia china habla de un anciano labrador, viudo y muy
pobre, que vivía en una aldea, también muy necesitada.
Un cálido día de verano, un precioso caballo salvaje, joven y
fuerte, descendió de los prados de las montañas a buscar comida y bebida en la
aldea. Ese verano, de intenso sol y escaso de lluvias, había quemado los pastos
y apenas quedaba gota en los arroyos. De modo que el caballo buscaba
desesperado comida y bebida con las que sobrevivir.
Quiso
el destino que el animal fuera a parar al establo del anciano labrador, donde
encontró la comida y la bebida deseadas. El hijo del anciano, al oír el ruido
de los cascos del caballo en el establo, y al constatar que un magnífico
ejemplar había entrado en su propiedad, decidió poner la tranca de madera en la
puerta de la cuadra para impedir su salida.
La
noticia corrió a toda velocidad por la aldea y los vecinos fueron a felicitar
al anciano labrador y a su hijo. Era una gran suerte que ese bello y joven
rocín salvaje fuera a parar a su establo. Era en verdad un animal que costaría
mucho dinero si tuviera que ser comprado. Pero ahí estaba, en el establo,
saciando tranquilamente su hambre y sed.
Cuando
los vecinos del anciano labrador se acercaron para felicitarle por tal regalo
inesperado de la vida, el labrador les replicó: - “¿Buena suerte? ¿Mala suerte?
¡Quién sabe!”. Y no entendieron…
Pero
sucedió que, al día siguiente, el caballo ya saciado, al ser ágil y fuerte como
pocos, logró saltar la valla de un brinco y regresó a las montañas. Cuando los
vecinos del anciano labrador se acercaron para condolerse con él y lamentar su
desgracia, éste les replicó: - “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. Y
volvieron a no entender…
Una
semana después, el joven y fuerte caballo regresó de las montañas trayendo
consigo una caballada inmensa y llevándoles, uno a uno, a ese establo donde
sabía que encontraría alimento y agua para todos los suyos. Hembras jóvenes en
edad de procrear, potros de todos los colores, más de cuarenta ejemplares
seguían al corcel que una semana antes había saciado su sed y apetito en el
establo del anciano labrador.
¡Los
vecinos no lo podían creer! De repente, el anciano labrador se volvía rico de
la manera más inesperada. Su patrimonio crecía por fruto de un azar generoso
con él y su familia. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su
extraordinaria buena suerte. Pero éste, de nuevo les respondió: - “¿Buena
suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y los vecinos, ahora sí, pensaron que el
anciano no estaba bien de la cabeza. Era indudable que tener, de repente y por
azar, más de cuarenta caballos en el establo de casa sin pagar un céntimo por
ellos, solo podía ser buena suerte.
Pero
al día siguiente, el hijo del labrador intentó domar precisamente al guía de
todos los caballos salvajes, aquél que había llegado la primera vez, huido al
día siguiente, y llevado de nuevo a toda su parada hacia el establo. Si le
domaba, ninguna yegua ni potro escaparían del establo. Teniendo al jefe de la
manada bajo control, no había riesgo de pérdida. Pero ese corcel no se andaba
con chiquitas, y cuando el joven lo montó para domarlo, el animal se
encabritó y lo pateó, haciendo que cayera al suelo y recibiera tantas patadas
que el resultado fue la rotura de huesos de brazos, manos, pies y piernas del
muchacho.
Naturalmente, todo el mundo consideró aquello
como una verdadera desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: - “¿Mala
suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. A lo que los vecinos ya no supieron qué
responder.
Y
es que, unas semanas más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron
reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Pero
cuando vieron al hijo del labrador en tan mal estado, le dejaron tranquilo, y
siguieron su camino.
Los
vecinos que quedaron en la aldea, padres y abuelos de decenas de jóvenes que
partieron ese mismo día a la guerra, fueron a ver al anciano labrador y a su
hijo, y a expresarles la enorme buena suerte que había tenido el joven al no
tener que partir hacia una guerra que, con mucha probabilidad, acabaría con la
vida de muchos de sus amigos. A lo que el longevo sabio respondió: - “¿Buena
suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
Nuestra vida temporal y caduca nos lleva a valorar el
presente en términos absolutos. Y de ahí que, nuestra apreciación de las cosas y de los acontecimientos, sea una apreciación pobre y sin perspectiva.
Y podemos caer en el error de creer que
la vida y las cosas que nos pasan son cuestión de buena o mala suerte,
perdiendo una visión de conjunto que no tenemos y, a veces, no podemos tener.
Nunca sabemos lo que nos deparará el
futuro. Lo único cierto es que lo que nos pasa y vivimos en cada momento es por algo. Dios tiene un
plan para cada uno y lo ejecuta a través de todo lo que nos pasa. Nosotros
podemos considerarlo "buena o mala suerte", pero sólo Dios sabe porqué permite cada cosa y Él es el único que puede
interpretarlo.
Así
que cuando te alaben por tu buena suerte, o te compadezcan por tu mala suerte,
vos decí:
- “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién
sabe!”.